El egoísmo argumentativo es simple: las acciones no son buenas ni malas en sí, sino dependiendo de a quién afecten. Un mismo hecho es grave y debe ser penado con severidad si me afecta a mí o a mi partido, y es nimio o trivial, y debería tolerarse sin más, si afecta a mi rival político. Esta forma desequilibrada de analizar y juzgar existió siempre, desde luego, aunque utilizada con algún grado de disimulo. Hoy se extiende sin recato y sin freno, impregnando los fundamentos de la discusión política.
Insultos razonados
Para comprobarlo no hace falta hundirse demasiado en el estercolero de la dirigencia; alguien tan sensato y moderado como el actual jefe de Gabinete, Guillermo Francos, se retiró ofendido del Senado de la Nación cuando una senadora lo llamó «mentiroso», cosa que calificó de absolutamente intolerable. Con una diferencia de horas, su jefe político, el presidente Milei, lanzó en una entrevista la ya clásica catarata de insultos («basura humana», «ensobrado», «mandril», etc.) contra medio mundo de la prensa y la política, y el mismo Francos, preguntado sobre esto, consideró que se trataba de «un lenguaje vehemente, propio de estos tiempos, una cuestión de formas…». Tan simple como eso. Francos puede repudiar y justificar el insulto en una misma entrevista, sin sonrojarse; muy al contrario: en ese momento de la charla su rostro adquiere un matiz lapidario, palidece, como asomado a un abismo. Y el periodista sigue adelante y deja pasar como si nada tamaña inconsistencia (un transatlántico lento, silencioso e inadvertido atravesando el plató), porque ambos, entrevistado y entrevistador, aceptan con naturalidad el egoísmo argumentativo, que lo reduce todo a pequeñas contradicciones sin importancia.
Revoltijo de sofismas
Una diputada nacional increpa a un colega de la Cámara acusándolo insistentemente de «cagón». El acusado, al que le han rebozado la vereda de su casa con excrementos, ha puesto la denuncia en la comisaría para que la justicia intervenga. Tal el acto de cobardía, según explica la diputada. La denuncia equivale a «refugiarse bajo las faldas de una jueza», a quien define como parte de «la mafia judicial». Mafia, para la legisladora, es la jueza que interviene en el caso, no quienes cometieron el hecho, en banda, por la noche, con los rostros cubiertos y las matrículas del vehículo adulteradas. Estas últimas son «pibas militantes perseguidas por ser mujeres y peronistas». ¿Cuál sería el razonamiento si la víctima del ataque fuera ella?
Una idea nos la da lo ocurrido días después en el senado, mientras se discutían las leyes jubilatorias y sobre discapacidad, entre otras: un grupo de militantes libertarios publicó en las redes sociales proclamas golpistas, y una senadora (del mismo espacio político de la anterior) anunció, en medio del debate, que iniciaría acciones legales contra ellos, e invitó al resto de los bloques a sumarse en la denuncia. Lo hacía, exhibiendo en su banca un cartel que condenaba la persecución política y judicial de una de las militantes del ataque con excrementos. Ahora sí la denuncia se justificaba. Para el gobierno, en cambio, convocar al bombardeo del parlamento y reclamar que los tanques salieran a la calle es solo un chiste, un juego inocente, mientras que son las leyes aprobadas en el senado el golpe institucional y el atentado a la democracia.
Todo este revoltijo insensato de sofismas es moneda corriente y dificulta en mucho tomarse en serio las cosas, pensar y debatir la vida política del país. Los ejemplos sobran. Un mismo hecho, según quién lo ejecute (y contra quién), merecerá una valoración muy diferente para unos y otros. Es el egoísmo argumentativo, y a muchos les parece normal.
Pero no es normal, y en democracia no deberíamos tolerarlo. Los efectos de la grieta en el discurso político no solo conducen al lenguaje de los improperios, sino que afectan la lógica misma del discurso. Con esta pérdida absoluta de objetividad y de equilibrio ¿no cruzamos una línea de difícil retorno?, porque al insulto se le puede bajar el tono, pero cuando la grieta cala en los fundamentos de la argumentación, el diálogo y el acuerdo se tornan imposibles: cada bando se atrinchera en su propia racionalidad a los extremos de un puente roto.
Como la corrupción y la ineficiencia, estas «pequeñas contradicciones sin importancia» deberían sublevarnos a todos por igual, más allá de las identidades partidarias. Levantar la voz y exigir lo que parece un imposible: altura en el debate político. O dejar asentada, al menos, una tranquila y paciente queja.
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Juan Ángel Cabaleiro – Escritor.